El tiempo, esa magnitud con la que se mide la separación de los acontecimientos en su definición física, lo siente ahora Tom Dumoulin en su versión más kantiana; una virtud propia del hombre, sin relación con el movimiento externo ni con las personas, sino algo íntimo y personal que permite organizar las experiencias íntimas. Ahí se encuentra el corredor holandés luego de anunciar su retirada repentina y temporal del ciclismo profesional hace unas semanas; perdido en una esquina del tiempo, buscando de nuevo su felicidad y equilibrio.
Un episodio vivido en la Vuelta a España de 2015, se me presenta como metáfora visual de su retirada. Fue tras la penúltima etapa con final en Cercedilla, al ceder la victoria final en favor de Fabio Aru. Los 3 minutos y 40 segundos que le separaron del italiano en meta, nos permitieron a los periodistas posicionarnos para asaltarle nada más bajar un pie de la bicicleta. No tendría escapatoria. Al llegar, su rostro reflejaba el agobio al verse cercado por una nube de micrófonos y cámaras. Asfixiado por el esfuerzo y la presión, le preguntó a su auxiliar dónde estaba el coche del equipo, para, seguramente, refugiarse unos minutos y digerir lo que había ocurrido.
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Al fin y al cabo era la primera vez que se encontraba en una posición ganadora, recién designado candidato a grandes hazañas, y perdedora, a la vez. Para su disgusto, al llegar al coche éste estaba cerrado. Se giró hacia nosotros y se supo acorralado. Yo, a pesar de periodista, me sentí incómoda invadiendo una parcela tan íntima de una persona en un momento tan complicado. Suspiró y dijo: “adelante”. Así le imagino este último año y medio; perdido en esa esquina del tiempo, buscando su identidad, la pasión perdida y la intención de tanta renuncia y esfuerzo.
En las distancias cortas, conocí a un corredor educado, inteligente, de trato fácil, disponible siempre para la prensa independientemente de lo disparadas que estuviesen sus pulsaciones o su adrenalina. Me gusta su honestidad y que jamás se ha refugiado tras excusas. “No he tenido fuerzas”, “he cometido un error de novato”, “otros han estado mejor que yo”, han sido alguna de sus declaraciones a mi micrófono durante las grandes vueltas. Tampoco se ha rodeado de excusas esta vez.
Tom Dumoulin durante el Giro de 2016
Al hilo de Dumoulin, quiero explicarles el nombre de mi sección en la revista VOLATA, “La Esquina del Tiempo”. A priori, un título que no tiene nada que ver con los trillados conceptos ciclistas, pero en su concepción me salvaba la presencia del tiempo que, sea en su definición física, mecánica o filosófica, es la pieza en torno a la que gira el éxito o la derrota en la competición del ciclismo.
No les voy a engañar; el nombre es plagiado, pero permítanme que al referirme a la obra de mi padre fallecido, lo tilde de homenaje. Es el nombre que le dio mi padre, Manuel María Meseguer, al blog que creó para dar rienda suelta a su mirada crítica después de toda una vida dedicado al periodismo en primera línea, y de encontrarse prejubilado con cincuenta y siete años víctima de ese sistema cruel que castiga a nuestros maestros con el ostracismo precoz. Un periodista de raza como él, no supo hacerse a tal inesperado giro y se agotó, incluso de escribir, en 2018.
Cuando lean estas líneas habrá pasado más de un año de aquel fatídico domingo de regreso de la Vuelta a la Comunidad Valenciana, en el que tras poner un pie en la Estación de Atocha, me enteré de que acababa de fallecer. Ironías de la vida, recuerdo mi reacción cuando hace muchos años me contó que no alcanzó a despedirse de su padre cuando éste falleció porque tenía que entregar una crónica que no podía esperar. Yo le miraba ojiplática y aunque sabía de lo vocacional de su profesión, y de su compromiso férreo con su trabajo, nunca lo comprendí, hasta que en cierto modo, me lo terminó inculcando. Cuando enfermó en 2019 y estuvo en situación crítica durante casi dos meses en el hospital, tuve que viajar a Bilbao, a Valencia y a Sudáfrica con el corazón encogido. Él no me daba demasiada opción: “tienes que ir”, me decía.
Sé que mi padre vivió triste muchos años por no saber encontrar su sitio una vez jubilado, incapaz de encontrar un nuevo lienzo en el que expresar su amor por la profesión; pura vocación, responsabilidad y búsqueda de la excelencia. Una pasión tan arraigada que cuesta entender por qué se perdió en el tiempo.
En una conversación que tuve durante el confinamiento en mi programa "Entre Amigos" con Rigoberto Urán y Óscar Pereiro, el colombiano le preguntaba a Pereiro si recordaba haber disfrutado durante su carrera deportiva, algo que el español negaba con la cabeza. Entonces Urán confesó que estuvo a punto de abandonar el ciclismo a finales de 2019 tras una grave lesión y porque llevaba un tiempo sin disfrutar de lo que hacía. Para su fortuna —y la de los amantes del ciclismo— ha logrado recuperar en este último periodo su amor por el ciclismo.
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Muy relacionado con esta felicidad perdida, en otra conversación durante el confinamiento con el esprinter australiano Michael Matthews, me sorprendió que, pandemia y tragedias a parte, tildase el parón “como un regalo de Dios” para “liberarme de hacer las cosas al 110%” y “ver con perspectiva lo que realmente quiero en mi vida tanto en el ciclismo como fuera de él”.
Tras años haciendo lo mismo, metido en la rutina de ser ciclista, se reconocía más feliz ahora y capaz de volver a apreciar el ciclismo. Inevitable pensar también en Marcel Kittel, el talentoso sprinter alemán que puso en jaque al propio Mark Cavendish y que terminó abandonando el ciclismo en 2019 con veintinueve años. Incapaz de encontrar el equilibrio entre su exitosa carrera profesional y la personal, reconocía: “es el deporte más duro que existe. Estás cansado continuamente y eso supone un enorme peaje no sólo para tu cuerpo, también para tu mente”.
Piensen en tantos otros que siguieron el mismo camino y lo reconocieron públicamente, como el británico Peter Kennaugh, el holandés Lieuwe Vestra o el español Iván Gutiérrez; y los que seguramente estén atravesando un periodo difícil, viviéndolo en silencio, como el italiano Fabio Aru, que, con apenas treinta años, lleva señalado con el dedo desde hace un par de años, sin ser capaz de volver a ser ni el rastro del campeón que fue. Cuando parecía que ya nadie le quería, en 2021 ha fichado por el Team Qhubeka Assos y en la pretemporada volvió al ciclocross, seguramente buscando en los que fueron sus inicios, esa felicidad con los años olvidada.
Ese regreso lo entiendo como el rincón que mencionaba mi padre en la presentación de su blog. “En ocasiones tenemos la percepción de estar perdidos en una esquina del tiempo. La mía se encuentra en ese pilar blanco de un jardín descuidado atravesado por el rayo de sol de la atardecida”; seguramente el lugar donde lograba encontrar la serenidad. Esperemos que ese rayo del sol ilumine también a Tom Dumoulin, en un rincón lleno de esperanza, que, le devuelva o no al ciclismo, le procure de nuevo la felicidad.