Cuando Indurain tomó la salida en el Giro de Italia de 1992 era el vigente ganador del Tour, el primer corredor en tal condición que disputaba la gran carrera italiana en una década, desde Bernard Hinault en 1982. A diferencia del gran campeón bretón, Indurain apenas había competido en el calendario ciclista transalpino, y era sin lugar a dudas la gran estrella extranjera de la carrera.
Es algo paradójico teniendo en cuenta que Indurain había renunciado a correr la Vuelta para evitar la presión mediática —eran los años en los que todavía se vivía como un acontecimiento deportivo de primer nivel—, en una decisión que fue poco protestada por los poderes fácticos: renunciar a la carrera nacional, donde el año pasado había sido segundo, para debutar en el Giro con veintisiete años, y la carga de, al revés que LeMond, tener que mantener el pabellón bien alto.
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El navarro se presentó en la salida de Génova tras haber realizado una primera parte de la temporada realmente espectacular: había quedado tercero en París-Niza, ayudando a su compañero de equipo y vencedor final Jean-François Bernard; había ganado la Volta a Catalunya ante el flamante fichaje del CLAS, el suizo Rominger, que semanas después ganó la Vuelta; y había sido segundo en el Tour de Romandía, arrasando en la crono y quedándose a muy pocos segundos de ganar la carrera.
Sin embargo, una de las cosas que más han transcendido de Indurain es su relativa falta de ambición, de esa ambición plasmada en declaraciones ruidosas a la prensa: sin llegar a decir que había ido al Giro para preparar el Tour, sí que se decía —sin duda para descargar presión— que iba a la carrera rosa para ayudar al supuesto jefe de filas del Banesto, Bernard, que tanto le había ayudado en el Tour 91 en su portentosa ascensión al Alpe d'Huez. Poco antes de la salida, el francés se cayó de la lista por una ciática, e Indurain quedó como líder único de un equipo en el que siempre han gustado las bicefalías.
Sus rivales eran la clásica armada italiana, esa que no cambia aunque cambien los años: esos corredores que solo brillan en su país, a veces con rendimientos sorprendentes, y que después difícilmente son capaces de exportar sus condiciones fuera de sus fronteras. Ausente Bugno, que ese año se centró completamente en el Tour, los más destacados eran el vigente ganador de la carrera Franco Chiocchioli y Claudio Chiapucci, acompañados de Lelli —la gran promesa, tras haber sido tercero en 1991, ganando sendas etapas, algo que jamás repitió—, Giovanetti —recién aterrizado de la Vuelta, donde concluyó cuarto— y Giupponi.
La carrera tenía cuatro finales en alto y tres cronos, distribuidas de manera sorprendente: un prólogo, una etapa de 38 km. el cuarto día —entonces y ahora una rareza— y un último día con 66 km. Lo que pasó fue la victoria más contundente de Indurain en sus siete grandes vueltas conquistadas, una auténtica demostración de un corredor superior a los demás y que iba a ser el primer español en ganar un Giro de Italia, allí donde habían fracasado Fuentes, Galdós o Lejarreta.
En el prólogo de 8 km. en Génova quedó segundo a sólo 3" del superespecialista Thierry Marie, aduciendo que un problema en el cambio le había impedido rendir mejor, y sacando ya las primeras diferencias a los escaladores. Con simplemente controlar las dos etapas llanas antes de la primera crono, Indurain se pondría de rosa en su primer Giro de Italia, en una carrera que se disputaba conmocionada por el reciente asesinato, un día antes de la salida, del juez Giovanni Falcone.
Lo cierto es que Banesto alineó un equipo de circunstancias para el Giro —el Tour es el Tour—, con Philipot sustituyendo a su compatriota Bernard, De las Cuevas, el suizo Fuchs, Rubén Gorospe —que dejó muy joven el ciclismo por un caída en el Giro del año siguiente—, Prudencio Indurain, Lukin, Santamaría y Uriarte, y podía haber pasado cualquier cosa en una carrera famosa por sus encerronas, las imaginarias "alianzas italianas" y sus carreteras, especialmente en una edición donde la mitad de las etapas se disputaron por el centro y el sur de la península.
No hizo falta nada, porque los dos franceses hicieron un gran trabajo. Gracias a un corte en el pelotón en un tercera a 9 km. de meta —demasiado para Marie—, Indurain se puso de líder el tercer día, anticipando el guión previsto para la crono entre Arezzo y San Sepolcro, en pleno corazón de la Toscana, donde ganó con una superioridad que empezaba a ser marca de la casa: 1´09" a Chiapucci —el recorrido incluía una subida con 300 metros de desnivel y puntas del 8%— y más de 2 minutos al resto de escaladores. El segundo de la etapa fue su compañero De las Cuevas, igual que pasaría mes y medio después en la famoso crono de Luxemburgo en el Tour de Francia.
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De ahí al final de la carrera fue un monológo de Indurain, que ganó de una manera aplastante una carrera que es siempre difícil. Tras una etapa de media montaña en los Abruzzos —muy recordada porque De las Cuevas alzó los brazos pensando que había ganado, cuando realmente ya lo había hecho Franco Vona—, el primer final en alto llegó el noveno día, y era la clásica subida al Terminillo, donde Chiocchioli se desplomó perdiendo más de 3 minutos, y donde el campeón navarro aguantó con los favoritos, a los que controló e incluso dejó mirando el ataque en el último km. de Lucho Herrera, que le valió la victoria de etapa.
Días después, y ya en la etapa decimotercera, el pelotón afrontó los Dolomitas con un mal tiempo que condicionó la carrera. El recorrido (con Staulanza, Giau y Falzarego) daba para que Chiappucci y los demás atacasen, pero Indurain respondió a todos los ataques personalmente, reservando en el peligroso descenso final antes de la meta en Corvara Alta Badia, donde sus rivales se fueron por delante. Con un sprint portentoso, les dio alcance en la recta final, hasta el punto de quedar segundo en la etapa y cobrarse los 8" de bonificación. Aun quedaba el consuelo de la etapa del día siguiente, con final en el Monte Bondone tras un doble paso por el mismo, además del Pordoi y Campolongo, pero fue otro consuelo vano: Indurain salió de los Dolomitas indemne, y con ya poca montaña por delante.
Eran tres etapas en los Alpes piamonteses, incluyendo la última subida realizada al Monviso, la montaña tipo Toblerone que domina gran parte de la zona. Ganó Giovanneti en un ataque consentido por Indurain,en lo que era su primera victoria de etapa en una grande, mientras Chiocchioli y Chiappucci veían llegar la meta de Milán sin poder dejar de rueda en ningún momento al líder de la carrera. Ni siquiera en la etapa más larga de la carrera, 260 km. con final en alto en Pila, Indurain pasó algún apuro, con la escapada repartiéndose las bonificaciones, esas que el navarro peleaba en cada etapa.
La última etapa de montaña contenía el puerto más duro de la carrera, el Alpe Segletta, ascendido entre la humedad de los lagos alpinos y a 20 km. de descenso ininterrumpido hasta la meta de Verbania. Chiocchioli atacó en repetidas ocasiones, más para alejar a Giovanneti de cara a la crono final que por auténtica convinción de poder ganar la carrera, e Indurain lo neutralizó siempre con la misma facilidad demostrada en los 18 días anteriores. En el descenso se formó un cuarteto con Lelli, Chiappucci, Chiocchioli y el propio Indurain pasando a los relevos, e incluso lanzando el sprint para el ganador del año anterior.
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La crono final de Milán fue una carnicería. Se exigía a Indurain ganar una etapa en línea, y siempre respondía que su terreno son las cronos: a pesar de salir 3 min antes, pudo doblar a Chiappucci en los 4 km. finales, la imagen más aplastante de la superioridad del navarro en sus tres semanas en Italia. Y si no, está la clasificación final, con el corredor español sacando más de 5 minutos al segundo y 7 al tercero, que habían sido el primero y el segundo el año anterior, además de ganar el Intergiro —clasificación que mide el paso por puntos señalizados de la etapa, y que solo se puede ganar si estás delante siempre—, tercero en la montaña y segundo en la regularidad tras un Cipollini que había ganado cuatro etapas. Una victoria aplastante, la más absoluta de Indurain.
Se cumplen casi 30 años de aquella victoria, repetida al año siguiente en circunstancias diferentes —menos de 1 min de diferencia con el segundo en la general— y solo igualada por otro español, un Alberto Contador que también ganó el Giro de su debut, repitiendo siete años después. Indurain fue el primer español en ganar el Giro, igual que había sido el primero en ganar París-Niza, una clásica de la Copa del Mundo o el Criterium Internacional. Ganó de una manera incontestable, sin derrochar fuerzas, las mismas que después empleó en el Tour de Francia, consiguiendo algo todavía inalcanzable para otro corredor español: el doblete Giro-Tour. Pero esa ya es otra historia.