Reconozco que estaba totalmente en contra.
Me parecía algo tan diferente a lo que yo entendía como ciclismo. El entrenamiento indoor era un poco patético, aunque en el mejor de los casos podía ser aceptable cuando consistía en una prueba para comprobar el estado de tu umbral anaeróbico durante 20 minutos. Además, era el mejor elemento de disuasión ante el más mínimo atisbo de complicaciones climáticas, algo que, a mi entender, iba en contra del auténtico espíritu ciclista.
Pero entonces apareció el videojuego. Zwift se introdujo en el mundo del ciclismo engalanado con la equipación de Ineos de la cabeza a los pies. Al principio, la mayoría de mis compañeros ciclistas se mostraban distantes, avergonzados e inseguros, pero uno a uno fueron aceptando a este intruso inesperado.
A medida que los corredores de verdad y los profesionales del WorldTour han ido participando en la plataforma, ésta ha empezado a abrirse camino dentro del panorama ciclista. Ahora es un elemento que convive con normalidad en ese universo y forma parte de las charlas durante las paradas para el café en los entrenamientos.
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Debo admitir que los predecesores de Zwift me dejaron con un mal sabor de boca. No quiero mencionar ninguna marca, pero seguro que muchos de vosotros recordaréis aquellos simuladores de ciclismo en realidad virtual que requerían que compraras un adaptador especial HDMI para usar en un portátil dedicado únicamente a sostener un software, digamos, algo esotérico y difícil de calificar. Todo para conseguir una experiencia del nivel de la Nintendo 64 o hacer un recorrido a paso de tortuga por Google street view.
"Ya verás, Zwift es diferente", me aseguraba todo el mundo. Pero me resistía.
Me veía a mí mismo como Henri Desgrange, periodista fundador del Tour de Frania, declarando con orgullo: "¿No es mejor triunfar por la fuerza de tus músculos que por el artificio del cambio de la bicicleta? Nos estamos ablandando. ¡Dadme un piñón fijo!".
Me pregunto qué pensaría Desgrange de nuestras sesiones de entrenamiento en casa con la compañía indispensable de nuestros amigos domésticos, Rowenta y Spotify. Él, que montaba un piñón fijo en pistas de grava durante 400 km al día y para quién el concepto de cambiar de marcha era un insulto grave y personal.
Sin embargo, todo los que nos ha sucedido en estos últimos meses me ha empujado a superar mis prejuicios. Pero no fue durante el primer confinamiento del 2020, sino durante el segundo, que, aquí en el Reino Unido coincidió con los meses fríos y oscuros de este invierno pasado, cuando traspasé la linea definitivamente. Mi polvoriento rodillo, guardado al lado de la ventana del patio salpicada por la lluvia, parecía dejarme pocas alternativas. A decir verdad, mirando mi historial de Strava, saturado de paseos virtuales, tampoco ayudaba.
Lo que pasó a continuación es una historia que muchos de nosotros conocemos bien.
Cuando hice el primer KOM, posé por los esprints intermedios y conseguía esos 2 metros de distancia sólo por la satisfacción de ver el letrero parpadear, me di cuenta de dos cosas sorprendentes. En primer lugar, estaba totalmente agotado y sudando a mares, y en segundo lugar, por primera vez en mi vida estaba disfrutando del rodillo.
Supongo que fue el realismo de Zwift lo que más me gustó. Es cierto que atravesar un volcán activo es inverosímil, pero había algo extrañamente real en esa experiencia. Las falsas cumbres que te avanzaban que te encontrarías con un muro del 10%, la distancia para llegar a unirme a un grupo rápido que no lograba recortar. Juro que sentí cómo una ráfaga de viento helado congelaba mi rueda delantera en el paso del Stelvio a lo largo de la durísima extensión de 3 km al final de la épica cima.
La experiencia me recordó a mis primeras incursiones en Strava, cuando alargaba 10 km mi trayecto a casa en una tarde soleada para hacer ese segmento que perjuraba que podía lograr hacer 3 segundos más rápido. Esa lo mismo que cuando, en las últimas semanas, me sorprendí a mi mismo cuando opté por subirme al rodillo para dar una vuelta "fácil" de 20 km en Zwift a las 20.45 horas y 45 minutos más tarde estaba tendido y jadeando sin aire en el suelo del salón.
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Hay que aplaudir como Zwift ha logrado dominar esas señales psicológicas, como los sutiles gráficos que recompensan los duros esfuerzos, los pulgares arriba flotantes que validan una breve ciberamistad, esa satisfacción algo abstracta al pasar del nivel 7 al 8. Fiel a mi forma de montar en el mundo real, la pantalla contiene un espíritu de exploración que parece haberme atrapado.
Milan Kundera escribió una vez que la felicidad es el anhelo de repetición. Tal vez eso es lo que hace que el mundo de Zwift sea tan atractivo. En cualquier momento del día o del año, los climas soleados de Watopia, o de Francia, Londres o Nueva York, están siempre ahi, a la espera. Los mismos ciclistas se encuentran a tan sólo 2 metros de distancia, invitándote a que les hagas de puente para llegar al siguiente grupo. Y, por supuesto, los flipados que siguen siguen pasándote a 4,2 vatios/kg. De repente, salir al aire libre parece tan poco atractivo, como si fuera una experiencia ciclista anacrónica.
Sin embargo, no puedo dejar de tener ciertos medios existenciales a un mundo en el que no existen todos los obstáculos e imprevistos habituales. ¿Es real una salida en bici sin ese entrañable neumático trasero que tiene la manía de pincharse varias veces seguida? ¿Es real el ciclismo sin ese aguacero inesperado que te cala hasta los huesos en un día, aparentemente tranquilo, de primavera? Incluso el enfrentamiento ocasional con algún conductor parece una parte orgánica de la experiencia de ser ciclista. El ciclismo al aire libre es innatamente real, y eso tiene un valor.
Pero el éxito de plataformas como Zwift hace que nos preguntemos si éste es el futuro distópico que los filósofos llevan tiempo prediciendo. Un futuro en el que renunciamos al mundo real para abrazar una realidad artificial. Si antes una aplicación de entrenamiento de realidad virtual nos ayudaba a prepararnos para las carreras en la carretera, ahora nos entrenamos para las que existen puramente en ese mundo en 3D.
Por mucho que me preocupe el significado filosófico de este simulacro, es cierto que ha hecho que el entrenamiento entre cuatro paredes sea mucho más agradable y que de algún modo nos hayamos quedado atrapados en una especie de rechazo de la realidad, en un mundo sin coches, sin lluvia y sin ruedas pinchadas. Es ideal, utópico, ¿verdad? Así que hay días que me pregunto es que lo que nos atrae de la realidad, cuando en Watopia siempre hace sol, algo que el Reino Unido puede brillar por su ausencia.