El adoquín de Roubaix es uno de los trofeos más peculiares y significativos en el mundo del ciclismo. Tanto que el suizo Fabian Cancellara guarda los tres que logró a lo largo de su carrera en tres vitrinas especiales construidas en la sauna de su casa y su gran rival, el belga Tom Boonen, tiene una elegante estantería de cuatro pisos para exponer sus victorias en el Infierno del Norte
Sin embargo, existe un corredor que se lo toma de otra forma y no le ha otorgado esa importancia relevante a los objetos materiales, ya sean trofeos o maillots, fruto de una exitosa carrera deportiva: Sean Kelly. Inmersas en un palmarés enorme, destacan las dos victorias que logró el irlandés en la París-Roubaix en 1984 y 1986. "Lo cierto es que guardo todos los trofeos en la parte trasera de mi casa, en una habitación apartada”, explica Kelly.
A pesar de esa particular manera de recordar sus triunfos, es innegable los adoquines de Roubaix se sitúan en un lugar privilegiado. Entre la vasta colección de copas logradas en Sanremo o el Giro de Lombardía, junto con las docenas de maillots amarillos, blancos y verdes que Kelly exhibió a lo largo de carrera, esos discretos y opacos trozos de roca se sitúan en primer plano.
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"Por supuesto, las piedras de Roubaix son siempre las que recuerdas con bastante más claridad, especialmente mi primera victoria el año 1984. Un triunfo en un monumento de estas características siempre es recordado, pero hacerlo con un ataque lejano y siendo consciente de que tenía la capacidad física para ello es inigualable”, subraya Sean Kelly mientras rememora aquella edición, que fue pasada por agua.
El exciclista irlandés relata con sumo detalle los momentos cruciales de una jornada que se convirtió en una auténtica travesía por el barro. Kelly, que en aquel momento se encontraba en el momento álgido de su carrera con veintisiete años, superó los 265 kilómetros que separaron la ciudad inicial de Compiègne con Roubaix con un tiempo de más siete horas y media.
“Todavía quedaban más de dos horas de carrera cuando ya sentía la necesidad de atacar para tratar de alcanzar a Alan Bondue y Gregor Braun, que marchaban por delante, pero recibí órdenes de Jean de Gribaldy, mi director por aquel entonces en el conjunto Skil, para que mantuviese la calma”, recuerda.
A falta de 40 kilómetros para la línea de meta, Sean Kelly decidió que era el punto indicado para comenzar a mover la carrera, y junto a él partió el belga Rudy Rogiers. Ambos mantuvieron un gran organización bajo un manto de lluvia y alcanzaron, y superaron, al grupo cabecero en poco más de 15 kilómetros. Los dos ciclistas llegaron juntos al velódromo André-Pétrieux, en el que Sean Kelly hizo valer su mayor velocidad para imponerse al esprint prácticamente sin oposición.
"Fueron muchos kilómetros de una tensión constante. Confiaba en que si llegábamos a los últimos 200 metros juntos podría ganar en el esprint, pero siempre te preocupa que en este tipo de terreno surja algún imprevisto, se rompa algo en la bicicleta, la posibilidad de sufrir un reventón en cualquier momento... Pero la sensación de entrar al velódromo de Roubaix es única. Sientes que todo lo difícil, lo peligroso y lo complicado ha terminado”, cuenta con detalle Kelly.
Tras más de treinta y dos años después de aquel domingo primaveral de 1984, el irlandés todavía se emociona al sostener el fragmento de granito asimétrico que se mantiene fijo a través de uno de los extremos sobre un desaliñado zócalo de piedra. Sonríe al contemplar las asperezas y deja escapar un tímido rugido de ganador al levantarlo a la altura de los hombros simulando su celebración en 1984.
"En aquel momento tuve que usar las dos manos... Cancellara podría haberlo hecho con una sola", reflexiona de manera espontánea.
Posiblemente, no existe una sensación más dulce que la fatiga extrema que uno siente en los tríceps al recibir el premio más famoso del ciclismo en el escalón más alto del podio sobre la hierba del Velódromo de Roubaix. Y, a juzgar por las expresiones de los ciclistas en los escalones inferiores cada año, no hay lugar en el podio más amargo.
"El desgaste de Roubaix, en la que hay que ir a tope en todo momento, es muy elevado. Es una carrera tan larga y complicada, que cuando llegas con un grupo de tres o cuatro corredores, y terminas segundo o tercero, es normal que te invada una sensación de decepción absoluta”, reflexiona el irlandés.
Estar en el cajón es una situación privilegiada a la que muchos corredores no tendrán ni siquiera la opción de acercarse. Sin embargo, como explica el propio Sean Kelly, en Roubaix, más que en ninguna otra carrera, el ganador se lo lleva absolutamente todo.