Explorando Bormio: una aventura en el Passo dello Stelvio y el Passo Gavia

Explorando Bormio: una aventura en el Passo dello Stelvio y el Passo Gavia

Descubrimos la Granfondo Stelvio Santini. Cuando un evento ciclista de cuatro días se convierte en una fiesta de escaladores y una celebración de las montañas

Fotos: Matteo Zanga Texto: Emilio Previtali

Abro los ojos y una brizna de luz penetra en la habitación, filtrándose a través de las cortinas. Noto el calor en mi pie descalzo, alcanzado por los rayos del sol. Lo retiro y me acurruco bajo las sábanas para resguardarme, intentando recordar dónde estoy. No tengo la menor idea. Hubo un largo periodo de mi vida en el que viajaba constantemente por el mundo esquiando, despertándome por la mañana en un hotel o refugio, o a veces en una furgoneta en la que había dormido y sin saber exactamente dónde estaba.

Estaba rodeado de montañas, normalmente nevadas, ya fuera invierno o verano. El esquí era mi vida y dondequiera que pudiera hacer snowboard, telemark o esquí de montaña, ése era mi hogar. Las habitaciones de los hoteles cambiaban todo el tiempo, pero la montaña siempre se mantenía. Incluso ahora que ya no esquío profesionalmente y que ya no estoy en la nieve tantos días al año, sigue siendo así. Las montañas son mi hogar.

Apoyada en la pared ante mis ojos hay una bicicleta de carretera limpia y engrasada, reluciente, lista para ser utilizada. Esquís, por el contrario, no veo ninguno. Ahora lo recuerdo: Bormio. Estoy en uno de los lugares más bellos del mundo para el esquí, pero también para el ciclismo. A mi alrededor hay hermosas cumbres y subidas icónicas para abordar en bicicleta como la que lleva al Passo dello Stelvio, la del Passo Gavia o el Mortirolo o el Laghi di Cancano. Simplemente hay que elegir.

Esparcidas por el suelo estaban las prendas de ropa que antes de dormirme, mientras me desplomaba por el sueño, había intentado preparar y poner en orden para agilizar esta mañana. ¿Qué hora es? Faltan tres minutos para las siete. Salgo de la cama y, también situada junto a la pared al otro lado de la habitación, hay otra bicicleta. Ahora lo recuerdo: Matteo me espera a las siete en el restaurante del hotel para desayunar. Esta vez no hay que esquiar. Estamos aquí para pedalear juntos durante unos días. Es hora de cepillarme los dientes, ponerme una camiseta y apresurarme a bajar las escaleras.

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Matteo vive cerca de mí en la provincia de Bérgamo y es fotógrafo. Nos conocemos desde hace muchos años y siempre he sentido una especie de veneración por la forma en que hace su trabajo de reportero. Trata de estar dentro de la acción que intenta contar con imágenes y, al mismo tiempo, fuera del encuadre, detrás del objetivo con auténtica curiosidad y discreción.

Con él pedalearé esta semana y nos prometimos antes de venir aquí, a la cima de la Valtellina, que la nuestra sería ante todo una verdadera aventura. Sin pretensiones. Me hizo jurar que íbamos a pedalear todo el tiempo juntos, llevando todo lo necesario para no tener que ser asistidos por alguna persona externa o vehículo de apoyo, como suele ocurrir en las sesiones fotográficas. La nuestra no será una sesión de fotos, sino paseos en bicicleta para divertirnos y explorar. A mí me gusta ser yo mismo. A Matteo le encanta fotografiar siendo parte de la acción, así que no era difícil estar de acuerdo.

Primer día: el Passo dello Stelvio

Cuando salimos del hotel después de desayunar, listos para nuestro primer día de trabajo, el aire es fresco y el cielo azul. Septiembre es un mes perfecto para practicar el ciclismo en estas montañas, los días siguen siendo largos, no hace excesivo frío, el cielo está despejado y los colores de la vegetación ya se han convertido en infinitas tonalidades de amarillo y marrón. Además, el tráfico en las carreteras es exclusivamente local, pues los turistas que en verano, andan por las carreteras que también queremos tomar casi han desaparecido.

Desde los primeros metros de pedaleo —obviamente cuesta arriba— enseguida tengo la sensación de que el desayuno a base de pasteles con frutas y bresaola, un fiambre típico de la Lombardía, ha sido un poco excesivo, pero no me preocupa. No tenemos ninguna ansiedad por rendir o establecer ninguna mejor marca, así que no hay que lamentarse: venir a Valtellina y no disfrutar de la comida significaría perderse la mitad de la experiencia. Para este primer día nos dirigimos al Passo dello Stelvio, que será nuestro primer ascenso. Pasamos por Bormio y nos detenemos a tomar otro café espresso, ya es el tercero del día y no son ni las 9 de la mañana. Los comienzos de un viaje en Italia son casi todos así.

Al igual que Matteo, yo también nací en Bérgamo, a los pies de los Prealpes Orobicos, y la nieve y las montañas han sido mi campo de juego favorito toda la vida. Escalada, alpinismo, esquí, snowboard, monoesquí, telemarketing, cualquier cosa que permita subir o bajar una montaña deslizándose por la nieve me parecía bien. La montaña y el esquí han sido mi trabajo además de mi pasión, y por eso he pasado cientos de días de mi vida en estas montañas, en los glaciares del Passo dello Stelvio, entrenando o dirigiendo a esquiadores durante la temporada de verano.

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Conozco de memoria cada curva del Stelvio, ya que lo he recorrido muchas veces por todos los medios: en coche, en moto y, por supuesto, en bicicleta. Cuando me alojaba en su hotel durante semanas en verano siempre me llevaba la bicicleta para poder utilizarla por la tarde después de los entrenamientos de esquí. Por aquel entonces, el ciclismo era mi segundo deporte, una forma de mover las piernas después de mis sesiones matutinas, y a decir verdad en estas subidas hace sólo una década no había tantos aficionados como ahora. Antaño, estas grandes ascensiones eran un poco sobrecogedoras, y solo había unas pocas personas que se esforzaban en subir los 2.757 metros del puerto en bicicleta.

Hoy el ciclismo es un deporte de masas y se ha convertido también en una de mis razones de ser. Tanto Matteo como yo estamos de muy buen humor, pedalear cuesta arriba es un placer. Respiro profundamente, sintiendo el aroma de la hierba mojada y la roca húmeda calentada por el primer sol del día. Pedaleamos uno al lado del otro, charlando en solitario y sin molestar al tráfico. Poco a poco empieza a notarse el estruendoso sonido de la cascada de Braulio, que se encuentra más o menos a mitad de la subida. El agua se canaliza entre las rocas del valle y el ruido de su caída llega hasta nosotros. El asfalto es perfectamente liso, permitiendo rodar suavemente y disfrutar del viaje. ¿Qué más se puede pedir a un paseo en bicicleta? 

Una carretera es un tramo de espacio bien definido y compartido que crea vínculos entre lugares habitados. Es una herramienta que permite el paso de personas, mercancías, información, cultura, pero también puede imaginarse como algo más sofisticado y valioso. Al fin y al cabo, una carretera que conduce a un paso es, ante todo, un lugar de encuentro e intercambio, el resultado del pensamiento humano que, a través de curvas y rectas, gracias a la racionalidad de la geometría y la ingeniería, intenta encontrar un camino sobre la naturaleza. Carlo Donegani construyó la carretera del Passo dello Stelvio en sólo tres años, entre 1822 y 1825. Podríamos llamarlo un genio de la construcción de carreteras; cientos de obreros y trabajadores italianos llevaron a cabo la obra, fue una empresa gigantesca.

Según la visión de Donegani, la arquitectura y la ingeniería debían adaptarse a la naturaleza, intentando superar sus asperezas y obstáculos de forma armoniosa y definitiva. Las curvas de herradura —hay más de treinta en el lado de la Valtellina y hasta cuarenta y ocho en el lado del Tirol del Sur— no son una línea de paso dibujada en la naturaleza, sino el resultado de un pensamiento evolucionado. La carretera del Stelvio es una verdadera obra de arte. Pedalear sobre ella, como hacemos ahora Matteo y yo, y como hacen miles de ciclistas cada año yendo y viniendo por las laderas es un poco como recitar una oración. Ir en bicicleta por una carretera sinuosa es un acto de fe.

Para disfrutar de la subida hay que entregarse totalmente a la idea de que, contra toda racionalidad y contra toda lógica, esas idas y venidas, esas curvas cerradas intercaladas con rectas ascendentes, son el camino más corto hacia la cumbre. Tal vez sea esta fe en el ingenio del ser humano, el olvido de la lógica en favor del sentimiento, lo que nos hace disfrutar del ciclismo en montaña. Al fin y al cabo, la bicicleta es una máquina maravillosa que transforma el esfuerzo físico en progreso y placer. 

Cuando llegamos a la cima del Passo dello Stelvio aún no le he revelado a Matteo cuál es mi plan para el resto del día. Dejé que se cubriera con una chaqueta ligera y que disfrutara de unos cuantos sorbos de agua fresca de su cantimplora antes de lanzarle mi propuesta con la misma energía con la que se lanza una piedra al aire y luego se mira a dónde va. A nuestro alrededor, además del hermoso panorama de las montañas y los glaciares del grupo Ortler, en la carretera hay una procesión continua de ciclistas, motociclistas y conductores de coches descapotables. Sea cual sea el medio utilizado para llegar a la cima, fue la pasión la que nos llevó a todos hasta allí. No hay ninguna utilidad real o razón práctica para cruzar aparte del deseo de ir a ver cómo es.

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Y así es también para nosotros. Todos los que nos rodean en la cima miran hacia arriba con una expresión de felicidad y un poco de éxtasis, no sólo por la fatiga y el aire fino, sino por la alegría de la meta alcanzada. Incluso los turistas en coche y en moto tienen una mirada dichosa y algo ebria. Lanzo mi metafórica piedra a quemarropa a Matteo, que mientras tanto hace unas cuantas fotografías: “me gustaría bajar por el otro lado y volver a subir”. La ascensión desde Prato allo Stelvio tiene 26 kilómetros y una pendiente en continuo aumento, siendo el tramo más duro el final. Es la vertiente que asoma ante nuestro ojos, dibujando una fina línea de asfalto repleta de curvas.

Toda lo relativo a la distancia y a los desniveles —obviamente— es una información que me cuido de no señalar a Matteo, que continúa indiferente tomando sus fotografías antes de ponerse el equipo y prepararse para descender. "Listo", me dice alegremente. Descendemos y volvemos a ascender. Serán horas de puro disfrute, un día de ciclismo inolvidable.

Segundo día: el Passo Gavia

En la mañana de nuestro segundo día de aventura ciclista las  piernas están un poco empañadas, tenemos que admitirlo. En total, ayer con el doble Stelvio (un clásico que no te puedes perder si pasas por la zona) recorrimos casi 3.000 metros de desnivel. Es temprano, pero de nuevo estamos en marcha por la Strada Statale 300 del Gavia que está prácticamente desierta a estas horas. Pedaleamos por las largas rectas ascendentes hasta Santa Caterina Valfurva, y luego hacia el paso de Gavia, otra de las subidas legendarias que se pueden abordar haciendo campamento base en Bormio. El 5 de junio de 1988 tuvo lugar en este puerto una de las etapas de montaña más extraordinarias que la mente de un aficionado al ciclismo y a las carreras pueda recordar.

Durante aquel Giro d’Italia los corredores, muy poco abrigados y atrapados por la ventisca, se encontraron con una carretera cubierta de nieve a 2.621 metros de altitud. El descenso que tuvieron que afrontar, empapados y vestidos con ropa improvisada, fue un final de etapa digno de las carreras heroicas de los años cincuenta, cuando el ciclismo carecía de equipos capaces de mantener la carrera bajo control y de ropa técnica. Era una especie de deporte de eliminación. El ganador fue un estoico Johan van der Velde, que llegó a la meta en un estado físico cercano a la hipotermia. 

En aquella época aún no existían los tejidos y las prendas modernas con las que Matteo y yo nos vestimos hoy. Para nosotros, montar en bicicleta con el frío casi otoñal de la mañana es sólo un placer, sin sufrimiento. ¿Quién dijo que el ciclismo en los grandes puertos alpinos es un deporte que sólo se puede practicar en pleno verano? Las épocas de otoño y primavera también están bien. 

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Mientras pedaleo encerrado en mis pensamientos miro la bicicleta de Matteo y luego la mía. Me parece que nunca he visto una bicicleta como la estoy viendo ahora, es una especie de epifanía. Hoy en día, los modelos de carretera se han vuelto más versátiles, más sólidos y macizos, sin dejar de ser ligeros y con prestaciones, capaces de ir también fuera de la carretera. Actualmente, se puede circular por cualquier sitio, ya sea por la generosidad de las marchas disponibles, por la solidez del cuadro y de las piezas móviles, o por la sección de los neumáticos. La fina línea que separa la carretera y el todoterreno ha desaparecido.

Esto es exactamente lo que he visto que ocurre en el esquí, donde un equipo cada vez más potente y versátil, capaz de hacer malabares en todos los terrenos, ha sustituido al equipo hiperespecializado. Hay esquís modernos que en la nieve helada, en la nieve profunda, en la nieve dura e incluso en las subidas para el esquí de montaña, tienen poco que envidiar a las que eran las mejores herramientas especializadas que existían hace solo unos años. 

Pensándolo bien, lo que ha sucedido con el equipamiento de esquí a lo largo de los años con el nacimiento y desarrollo de equipos diseñados para el freeride es exactamente lo mismo que está sucediendo hoy en día con las bicicletas de carretera que también son aptas para la grava. Todo ha evolucionado y ha sido, en primer lugar, un verdadero cambio de mentalidad, una forma diferente de pensar en el equipamiento ciclista. 

Nuestras expectativas y hábitos han cambiado, y también la forma de utilizar las cosas. Hoy en día, en prácticamente todos los sectores, desde el equipamiento deportivo hasta la ropa técnica, tenemos productos que pueden funcionar bien en todo tipo de situaciones. Al fin y al cabo, esto es lo que cada uno de nosotros, a su manera, como hombre o como mujer que ama los deportes al aire libre, intenta hacer cada vez que sale de casa: estar preparado para afrontar cualquier aventura, sin límites. Abrazar lo desconocido es la verdadera fascinación de la exploración. 

Cuando hemos cubierto tres cuartas partes del Gavia, justo antes de un lugar llamado Malga dell'Alpe, observamos un camino de tierra que se desvía hacia la derecha. No sabemos exactamente dónde acabará, pero un intercambio de miradas es suficiente para decidir un cambio de plan. Es un camino que tanto Matteo como yo ya habíamos visto en otras ocasiones, pero hoy parece el día adecuado para desviarse e ir a explorar. 

Aligeramos la relación de pedaleo con un toque en las palancas de cambio y nos encaminamos por una carretera que se adentra en un valle lateral. Tan solo unos minutos después nos topamos con una cabaña. Nos da la bienvenida Daniele, un chico joven intrigado por nuestras bicicletas, que mientras tanto hemos apoyado contra la pared para un pequeño descanso. Daniele pasa todo el verano en los pastos alpinos con sus padres Federica y Luca, que se unen a nosotros.

Pasamos un rato sentados al sol en la terraza charlando con ellos. Nos cuentan la dificultad pero también la alegría de una vida en la montaña cuidando animales y haciendo queso. En un establo junto a la cabaña está la sala de ordeño y una pequeña bodega para almacenar y madurar los quesos producidos durante la temporada. Estos días los animales están a punto de descender en altitud y volver al valle, por lo que hoy no hay ordeño.

Probamos varios quesos y nos quedamos a charlar con ellos un poco más. El hecho de que los animales ya no estén en los pastos alpinos les da un poco más de tranquilidad que de costumbre, definitivamente hay menos trabajo que hacer en comparación con pleno verano, y se respira el aire de los últimos días antes del cierre definitivo. En los próximos días se espera la primera nevada del año. 

Daniele confiesa que no tiene muchas ganas de volver a la escuela, que empezará de nuevo en unos días, y que le apasiona el ciclismo pero también el esquí, que practica durante el invierno. Le gusta correr libremente por sus montañas y trabajar con animales, parece un niño de otra época, aunque su madre Federica, burlándose de él, asegura que bastan unos días en casa, en el pueblo de Bormio, para que se apasione por los ordenadores y los videojuegos como todos los niños de su edad.

Vivir en una casa de piedra y madera que cuando sales por la puerta te presenta sólo dos posibilidades, me parece más sencillo: si vas por un lado bajas al pueblo, hacia la gente y hacia la civilización, mientras que si vas hacia arriba, hacia el paso, vas hacia las montañas y hacia el silencio. Al fin y al cabo, la vida es dura aquí, pero las opciones son sencillas, siempre sabes lo que puede salir de cada decisión que tomas.

Si hay algo que me ha enseñado el ciclismo es que siempre que me encuentro en una encrucijada y tengo que decidir qué camino tomar, es mejor elegir el camino que va hacia arriba. La bajada es más cómoda y rápida pero al final acabas en un agujero, y para bajar siempre estás a tiempo. El ascenso, en cambio, es un trabajo duro, pero también es esperanza, posibilidad, justa recompensa y huida. Lo que estamos haciendo con Mateo estos días no es otra cosa que esto: elegir siempre, en cada oportunidad y en cada bifurcación, el camino menos transitado. Es un lujo que no siempre podemos permitirnos en nuestra vida urbana.

Tercer día: Lagos de Cancano

Tras el Passo Gavia de ayer, hoy tenemos previsto un recorrido más corto pero no menos interesante: vamos a pedalear hasta los Lagos de Cancano en Valdidentro. Es una subida menos exigente que las otras, pero muy bonita y a menudo infravalorada, de las que te dejan sin palabras cuando pedaleas en ella por primera vez. La ascensión cuenta con 14 kilómetros de longitud, está orientada al sur y es una sucesión continua de rectas y curvas de herradura, unos veinte tornanti en total para ser exactos.

La pendiente es continua y regular hasta llegar a las Torres Fraele, que son un par de baluartes construidos a finales del siglo XIV. Su objetivo era proteger el acceso al valle, que es una verdadera joya, y que hoy conduce a dos lagos artificiales contiguos: el lago de S. Giacomo y el lago de Cancano. Un camino de tierra los rodea, del que parten numerosos senderos, muchos de los cuales son aptos para bicicletas de grava mientras que otros son más difíciles y es mejor recorrerlos con bicicletas de enduro o de campo a través.

Matteo y yo, tras el ascenso por la carretera asfaltada, disfrutamos del camino de tierra que bordea el lago, siempre suave, y resistimos la tentación de descender hacia Livigno en un recorrido que nos llevaría todo un día y al que nuestras bicicletas con neumáticos de carretera no podrían hacer frente. Mañana será el día de la Granfondo Stelvio Santini y ya es hora de recoger el número de dorsal y completar todas las formalidades previas a la carrera. Aunque no haya ambiciones de clasificación, sigue siendo una carrera exigente que debe abordarse con respeto. Por supuesto, una cena de pizzoccheri della Valtellina, una pasta elaborada en las montañas italianas, regada con una botella de un vino Sforzato di Valtellina no es exactamente lo que se podría llamar una cena ligera antes de la carrera, pero ¿cómo resistirse? 

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Después de dos años de pandemia, cualquiera de nosotros ha perdido la costumbre de algunas de las cosas que considerábamos normales y que hacíamos con frecuencia, no sólo en el trabajo y las relaciones, sino también en el ocio. Mientras me dirijo a la parrilla de salida en la oscuridad de la mañana, me pregunto cuándo fue la última vez que participé en un evento deportivo de esta magnitud. Hay unas cuatro mil personas en la salida. Los últimos dos años han estado llenos de retos personales, entrenamientos en Zwift, viajes y exploración del ciclismo sin el fastidio del cronómetro y las clasificaciones. Tengo que decir que no me molestó en absoluto.

Sin embargo, también sé que el evento en el que estoy presente es una joya extraña, algo especial y único en el panorama de las carreras de gran fondo en el que realmente merece la pena participar al menos una vez en la vida. Eventos como éste, en este momento concreto, son una celebración de la alegría y la amistad, del deseo de estar juntos, así como de los lugares. En la salida no veo agonistas enfadados y tensos por el inminente inicio, sino grupos de amigos que se han marcado un objetivo estacional para mantenerse motivados y que están hoy aquí para celebrar su amistad y su entrenamiento durante el verano.

Cuarto día: Granfondo Stelvio Santini 

El ambiente es alegre y relajado y cuando partimos, a pesar de la ligera bajada y la excitación inicial, no hay esprints ni locuras de nadie. Todo el mundo quiere divertirse y disfrutar del hermoso día soleado y de las vistas. La prueba incluye tres recorridos: el corto, el mediofondo y el granfondo, que además incluye la subida al Mortirolo.

Sin duda, me hubiera tentado hacerlo pero he decidido disfrutar del día con más calma. No tengo prisa ni ansiedad por el rendimiento, así que después de la subida del Sondalo, que sirve de aperitivo, me concentré en las curvas del Stelvio en las que ya pedaleé el otro día con Matteo. Repetir la subida hoy me produce la extraña sensación de sentirme en casa en cada tramo, como cuando pasaba la mayor parte de los veranos en la cima del puerto entrenando con los esquís. 

Hoy Matteo va en moto y hace su trabajo de fotógrafo. Cada vez que me alcanza o me adelanta en la ruta, es una buena oportunidad para bromear y burlarse mutuamente. El Stelvio es hermoso pero diferente a como nos había parecido el otro día, desierto y solitario a veces, casi melancólico. No sé cuál de las dos versiones prefiero. Mientras pedaleo y subo, espoleado para aumentar el ritmo por otros participantes de la granfondo, pienso que al final los ciclistas tenemos dos almas, una como competidor y otra como explorador.

Lo que se necesita para renovar continuamente el entusiasmo es poder equilibrar bien las dos caras. Mientras Matteo está a mi lado por enésima vez, le digo que la próxima aventura que viviremos juntos sobre los pedales será en algún lugar solitario y lejano, y que llevaremos la tienda de campaña. Quita el ojo del visor de la cámara y responde afirmativamente. Luego, antes de darse la vuelta, me dice que acelere, que tengo un dorsal con un número de carrera pegado en la espalda.

Lo mando a paseo alegremente, me subo a los pedales, acelero y me esfuerzo al máximo. Hay un par de ciclistas delante de mí a los que intento poner en mi punto de mira. Así somos los ciclistas, nos gusta explorar, la tranquilidad, pero también nos gusta llegar al final del día y saber que lo hemos dado todo. Llegamos a la cima de las subidas y estamos tostados, pero felices. Eso es lo que me ha pasado toda la vida y somos muchos los que nos sentimos así. Lo que nos gusta no es el ciclismo, sino ir por libre, preferiblemente en la montaña.

Fotos: Matteo Zanga Texto: Emilio Previtali

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