Fue entre las comunidades mineras del norte de Francia donde el escritor Émile Zola situó la acción de su novela Germinal, publicada en 1885. Se trataba de un relato de la dura lucha obrera durante la segunda mitad del siglo XIX que quería alzar la voz ante las condiciones indignas del trabajo, mal pagado e inseguro, la explotación patronal y la amarga lucha de clases. A esas infernales galerías y pozos de las minas de carbón, los hombres, tanto como jóvenes como mayores —y muchachos enjutos como Jean Stablinski, siguiendo a su padre, un inmigrante polaco— descendían para ganarse el pan.
En las profundidades del subsuelo, bajo los oscuros bosques y las antiguas pistas romanas empedradas que las legiones de Julio César conocían como el territorio de los belgas, ya que fueron los más fieros combatientes a los que se enfrentaron, los hombres extraían el carbón, el diamante negro.
En los días de descanso, liberados de su trabajo, Stablinski y sus compañeros se adentraban en los bosques locales, lejos de lo que suponía la noche perpetua de las cavernas subterráneas, para relajarse bajo la luz del sol que se filtraba a través de las hojas. También aprovechaban ese receso para nadar en los lagos de la zona, como el estanque de Goriau, que es en realidad una depresión causada por el colapso de las galerías mineras que se encuentran debajo, para cazar y pescar, para recoger lirios del valle de olor dulce y para disfrutar del canto de los pájaros.
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Otro hijo de la clase trabajadora, Raymond Poulidor, dijo que por muy agotadora que fuera la carrera de un ciclista nunca podría compararse con el trabajo agotador que había conocido en el campo como aparcero. Escapó de aquel mundo para ganarse el pan como corredor profesional y corrió la París-Roubaix en dieciocho ocasiones, quizás, en parte, para felicitarse por haber evitado un trabajo realmente duro. Jean Stablinski escogió un camino similar al huir de las minas para sentarse en el sillín, gran parte de su tiempo como lugarteniente de Jacques Anquetil.
La carrera que nos ocupa, que comenzó en París y se trasladó primero a Chantilly —famosa por el encaje, la nata montada y su hipódromo— hasta fijar su départ en la ciudad imperial de Compiègne, no fue conocida como el Infierno del Norte hasta después de la Primera Guerra Mundial. A su vez, la densa espesura del bosque de Arenberg no se incorporó a la mitología de Roubaix hasta 1968. El recorrido de la carrera atravesaba el pueblo de Wallers, hogar de Stablinski y situado al comienzo de Arenberg, y fue él quien presentó a su amigo, Albert Bouvet, unos "nuevos adoquines".
Fotografía: Getty Images
El organizador de la carrera, Jacques Goddet, había pedido que se incluyeran; Bouvet se lo pidió a Stablinski, y éste le obligó. "Al principio no me atreví a enseñarle Arenberg", explicó. Pero después de curiosear por algunos tramos desconocidos de pavé, decidió que era el momento. Bouvet observó, jadeó, llamó a un fotógrafo y le llevó las fotos a Goddet, quien también expresó su asombro, aunque con cierto horror: "Pedí adoquines, no baches ni hoyos", sentenció.
Sin embargo, existía una especie de vena perversa en los genes de Goddet, por lo que el sector de Arenberg se incorporó finalmente al recorrido. El periodista Pierre Chany bautizó al instante este tramo recto de 2.400 metros que atravesaba sobre adoquines los árboles amontonados como "la trinchera", una referencia que rememoraba los conductos acuchillados de las trincheras que enrejaban las líneas de batalla de 1914 a 1918.
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El Arenberg era el calvario natal de Stablinski. Había recorrido la tranchée en innumerables ocasiones, pero nunca se había imaginado que la atravesaría en carrera, como hizo en su última participación en aquel primer año de su inclusión. Numerosos grupos de aficionados se presentaron vestidos de mineros para recibirlo.
Se trata de un sector cuyo nombre oficial es la Drève des Boules d'Hérin (algo así como "la bolera de Hérin", un municipio cercano), pero solo para los topógrafos más puristas. Para los aficionados al ciclismo y, en concreto, del Infierno, es el Bosque de Arenberg. Para una parte de esos aficionados es también una fuente de recuerdos. Se cuelan, presumiblemente en la penumbra del crepúsculo o en la luz perlada del amanecer, cuando la niebla les da cobertura, para arrancar un trozo precioso de la leyenda: uno de los adoquines que el ganador de la París-Roubaix se lleva a casa como trofeo.
Fabian Cancellara atraviesa el bosque de Arenberg en 2010 camino de su segunda victoria en París-Roubaix (Fotografía: Graham Watson)
Teniendo en cuenta los problemas inherentes a la preservación de las pistas de adoquines para la satisfacción única de hacer el infierno del ciclista un poco más complejo, esta situación se ha convertido en una plaga. Tropas de entusiastas devotos se encargan de su mantenimiento y cuidado, raspando la capa invernal de barro de las piedras y dejando al descubierto las ondulaciones del pavimento. También para reparar las cunetas, tapar los peores baches y cambiar las piedas que se encuentren en peor estado.
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Durante mucho tiempo los corredores eludieron los adoquines montando sobre la pista de tierra más fácil en los bordes de la asesina trinchera de Arenberg. Una recta —endiabladamente recta— con la pequeña hendidura iluminada por el día de su bendita salida mostrándose entre los árboles a lo lejos, muy lejos. Los organizadores se dieron cuenta y prohibieron esta opción más asequible: “Zut. Au pavé, les gars, au pavé” (Maldita sea. Al pavé, chicos, al pavé).
El tramo de Arenberg alcanzó rápidamente el estatus de leyenda: era el Alpe d'Huez de la París-Roubaix. Fue ahí cuando en 1998 Johann Museeuw se cayó y sufrió la terrible lesión que casi le cuesta la pierna. Pocos años después le vimos entrar en el velódromo de Roubaix, en su reaparición, dando vueltas a la pista como el único vencedor, gesticulando con la pierna antes casi mutilada, ahora libre de peligro.
Matej Mohoric encabeza el grupo cabecero en Arenberg en la París-Roubaix 2022 (Fotografía: Sprint Cycling)
Al salir de Trouée d’Arenberg restan 92 km hasta la meta. Es extraño que la carrera se gane en este punto, pero, sin duda, sí que puede perderse. Cualquier corredor que entre en la trinchera fuera de las veinte primeras posiciones está, según explican los que saben, fuera de ninguna posibilidad. Jean Stablinski, el único hombre que ha caminado por debajo de su trinchera y ha corrido por su compleja superficie, hizo una dura comparación: "Cuando bajabas en la jaula, a quinientos metros, nunca sabías con seguridad si volverías a subir. No es algo en lo que se pueda pensar. Como el Arenberg. Mejor no dejar que el miedo entre".
Imagen de cabecera: Marshall Kappel