“El problema del ciclismo es que se le da demasiada importancia al segundo y al tercero”, sentenciaba un comentarista de ciclismo durante un debate televisivo. Justificaba su opinión con: “Las medallas son propias de unos Juegos Olímpicos y una gran Vuelta no son unas Olimpiadas”. Eso me hizo pensar en algunas de las medallas que he ido coleccionando durante los Tours que he corrido.
Recuerdo que la primera vez que vi una medalla La Grande Boucle, estaba en plena pubertad y aquellas piezas de metal hacían volar más mi imaginación que un ejemplar de Playboy. Al toquetearlas pude comprobar que cabían en la palma de mi mano, pesaban más de lo que imaginaba y ambas caras eran diferentes: en una se apreciaba el logo del Tour y, en la otra, el recorrido de aquella edición. Celestino Prieto completó varios Tours en los años ochenta y afirmó que si algún día llegaba a París yo también recibiría una como premio.
A lo largo de los años descubrí que el reconocimiento tras completar un Tour de Francia iba más allá de las monedas que Celestino tenía en su casa o del cliché sobre “sacarse el carnet de ciclista” a finales de julio en el Tour. “Estáis en la Universidad del ciclismo”, nos decía el viejo Ferretti cuando Cancellara se vistió de amarillo en el prólogo de Lieja. “Tienes que irte ahora”, le pedía De Roij a Rasmussen en Pau con el maillot amarillo asegurado antes de llegar a París.
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Lo cierto es que correr el Tour marcó durante años una etapa en mi vida, me atemorizó por perderla y posiblemente me sirvió para ser mejor ciclista. No penséis que fue todo por el sueño de ir sumando medallas, de hecho, en mi primera participación la recibí en París, pero al comienzo del Tour. Fue algo confuso porque aquella edición del centenario celebraba la carrera imitando el primer recorrido del Tour y por tanto llegabas a París sin necesidad de recorrer en bici las tres semanas. Pensé que aquello de la moneda se debía a un tema logístico y que en realidad correspondía recibirla en los Campos Elíseos por lo que me la guardé en la maleta para mayor seguridad.
En mi siguiente participación la famosa moneda volvía a aparecer junto al primer dorsal que recibí previamente al prólogo a diferencia del último de los Campos Elíseos y entendí que todo participante en el Tour recibía medallas indiferentemente de si finalizaba o no el Tour, algo que me pareció totalmente injusto e impropio de la vuelta de tres semanas más importante.
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Diez de esas monedas han encontrado sitio en casa, y con el tiempo han pasado de estar perfectamente ordenadas a ser pisapapeles o juguetes de mis hijas. Quién sabe si algún día me pedirán que les explique lo que significan y alguna que otra batallita que recordaré viendo los recorridos en una de sus caras. Si se da el caso podré explicarles que también existe un Tour de Femmes y que hoy en día ellas también pueden soñar con los Campos Elíseos, en la primera o última etapa. Les contaré también la anécdota de una de esas medallas en la que, tal fue mi frustración al quedarme fuera de control dos días antes de llegar a París que saqué la medalla de la maleta y la tiré a la basura. Semanas más tarde, al volver a coincidir con Óscar Freire en la habitación me dijo, alcanzándome la moneda: “esto es tuyo”. “De ninguna manera —le contesté—. Yo no terminé ese Tour”. “No digas tonterías —me comentó—. Yo es el primero que termino y aún así las guardo todas”.
Si algo aprendí de aquellos diez Tours es que en el ciclismo ganamos todos. Bon Tour!
* Artículo originalmente publicado en VOLATA#34. Consigue la revista aquí
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